Marcelo Javier Neira Navarro
Actualmente vivimos en un proceso de mundialización creciente. La economía capitalista ha llegado casi a todos los rincones de la tierra. Y la globalización, un proceso distinto al anterior, informa y socializa nuevos modas y gustos, entre otros. En materia culinaria, en todo caso, la mundialización y especialmente la globalización han facilitado el acceso a nuevas formas de preparar los alimentos y al uso de nuevos y exóticos insumos.
Los efectos de los fenómenos de la mundialización y globalización, entonces, no sólo se reflejan en la caída de las fronteras económicas; también de barreras culturales. Y en materia culinaria, aparece una internacionalización de los gustos, los sabores y olores.
Aunque se viva al sur del mundo o incluso en la periferia, es fácil comer hamburguesas y hot dog del norte o una aliñada comida china-cantonesa, mexicana o peruana. Está cambiando el origen territorial de los sabores.
No bostante, aunque existe actualmente información nutricional cada vez más sofisticada, no está muy claro si esta tendencia se manifiesta también en el consumo de alimentos más sanos e innocuos. Digamos, aquéllos que aportan a nuestro cuerpo lo necesario para estar saludables. Todavía no se sabe hasta dónde pueden llegar los efectos de los alimentos transgénicos.
Y para mayor complejidad, los efectos de la mundialización-globalización han generado en las poblaciones un proceso creciente de toma de conciencia y valoración de sus propios entornos e historias. Entre otros aspectos, esto se manifiesta en el deseo de rescatar el patrimonio y la identidad cultural de cada rincón del planeta, verificando lo que define y lo que diferencia a cada comunidad.
De este modo, el arte culinario más ancestral de nuestra región se encuentra retratado ni más ni menos en toda la rica cocina williche, con su amplio uso de maricos y pescados; pero también en la cazuela; en el charquicán con un toque de merken o de las costillas de chancho con chucrut y un toque de mazamorra de manzana, aporte de inmigrantes germanos; o en el curanto de Chiloé, con un fuerte componente hispano. En el uso de la manzana y de la chicha, incluso en la casi desaparecida sopa de chicha de manzana. En todas estas preparaciones se encuentra el más exquisito reservorio de olores, colores y texturas para nuestras mesas. Y, sobre todo, allí también se encuentra parte importante de nuestra identidad cultural y de la diversidad étnica de la región sur austral. Por ello, a la gastronomía local debemos convertirla en patrimonio.