Marcelo Javier Neira Navarro
Identidad y alteridad son fenómenos sociales en permanente tensión. La identidad es una serie de coincidencias que puede ostentar una sociedad o un Estado. Coincidencias o “filias” que se han ido configurando en el tiempo. Los historiadores nacionales han tenido un gran interés sobre ellas; también los latinoamericanistas, europeístas y africanistas, partidistas de una u otra tendencia.
La alteridad tiene que ver con las diferencias. Con el otro. Con lo desconocido. También con los miedos. Con las “fobias”.
Articular una identidad implica necesariamente hacer referencia a la alteridad, incluso por omisión. La identidad funciona por alteridad. En tanto me diferencio de otros.
La identidad gana interés con la “mundialización”. Ella comienza a ser de cobertura planetaria. Por oposición, lo nacional, lo regional y local se transforma en alteridad y ésta en identidad en relación a iguales o menores, respectivamente. Y así sucesivamente.
Al interior de esta bullente dialéctica, se explica el racismo y la xenofobia. Ambos, sin embargo, son problemas sociales que tienden a confundirse a nivel cotidiano. El racismo está vinculado a aspectos propios de la raza. Color de piel, estatura, entre otros. La xenofobia, en cambio, se orienta al lugar de origen. Desde luego, ambas implican un énfasis de la identidad en desmedro de la alteridad. Racismo y xenofobia son filia y fobia exacerbada al mismo tiempo. En último término, ambas se sostienen en un afán de poder, debido a que históricamente algunos grupos humanos han creído ser superiores a otros.
En Chile como en otras latitudes, a veces emergen personas o grupos más o menos numerosos que proclaman la apropiación de algunas de estas ideas. Pero, ¿cuál es el origen de estos fermentos racistas y xenófobos, por lo demás, transversales a toda sociedad? El nacionalismo o chauvinismo podría ser una explicación seductora, pero insuficiente.
En cambio, la identificación de procesos históricos, precisamente permite identificar fenómenos más explicativos.
A partir del siglo XVI, la sociedad europea se expandió en un impulso arrollador. “Descubrió”, “colonizó” y “cristianizó” un “nuevo mundo”. Negando las sociedades originarias de América y cualquier otra que no fuera europeas. También se extendió el capitalismo que domina hasta hoy. Y a partir del siglo XIX, se expande lo que se llama la “geocultura”, digamos, la ideología liberal que lo fundamenta. Pero también se advierten otros tipos de fenómenos culturales. Principalmente, algunos de carácter cientificistas. La teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin, respaldó la existencia de un principio de selección natural; en ello igualmente colaboraron el desarrollo del nacional socialismo y especialmente sus ideas organicistas precisamente del tipo darwinianas (expansión de un Estado en desmedro de otros más débiles); o incluso la idea de la superioridad de la raza aria de Nietzsche, filósofo “simpatizante”, que propuso con poco disimulo la idea del “superhombre” o la dominación del más fuerte.
Nota: artículo originalmente publicado en “Memoria chilena”, de la Biblioteca nacional de Chile