Sistema mundial, Estado nacional e identidades indígenas: sistema y antisistema

El moderno sistema mundial, la “economía-mundo” o “sistema- mundo”, data del siglo XVI, en que se produce la mundialización del sistema económico europeo capitalista y se extiende hasta la actualidad a todo el planeta (Respectivamente, Fernand Braudel, Civilización material, economía y capitalismo, 3 vols., Editorial, Madrid, 1979; Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial, 3 vols., Editorial Siglo Veintiuno, México, 2005).

Este sistema es jerárquico. Tiene un centro que domina. Hasta el siglo XIX, se sucedieron en el comando del sistema, las repúblicas italianas (Venecia, Génova), Holanda e Inglaterra.   Desde mediados del siglo XX, el centro dominante fue ocupado por Estados Unidos que, si bien mantiene cierto liderazgo, está sometido a una crisis sistémica cuyo final se desconoce.

La existencia y dominio del centro, que impone una jerarquía, a su vez induce a una especialización económica y social del resto del sistema: esto es la división internacional del trabajo. Las semiperiferias y periferias, de este modo, siempre fueron y todavía son, zonas geográficas marginales destinadas a producir lo que requería y requiere el centro.

Desde el punto de vista latinoamericano, como resulta obvio, el pasado y presente es periférico. Y aunque en más de algún sentido España comandó la Conquista, solo ocupó un discreto lugar dominante de una “semiperiferia fuerte”, al controlar y explotar por espacio de unos 300 años la vasta y rica región latinoamericana.

De este modo, el proceso de “independencias” de las colonias latinoamericanas a comienzos del siglo XIX, tuvo al menos dos efectos:

i.- Hacia afuera, más allá de la independencia política, al romperse la relación con la metrópolis española, las colonias se vieron definitivamente integradas como periferias al “sistema mundial” y, al mismo tiempo,

ii.- Internamente, diversos grupos de pequeñas elites o caudillos se apropiaron de la construcción del proyecto de Estado nación y, subsecuentemente, desplegaron mecanismos y estrategias y se disputaron el poder en su sentido más amplio. En este empeño, fueron incorporando y controlando progresivamente nuevos territorios y poblaciones al interior de lo que conocemos como actuales fronteras estatales.

En este último contexto, la “masa”, el “pueblo”, incluido los “pueblos originarios”, fueron re-instrumentalizados: siempre que se pudo, fueron explotados económicamente; dominados políticamente y por último, desde el punto de vista social fueron marginados y se intentó hegemonizarlos culturalmente. Según Arrighi, Hopkins y Wallerstein,

“…las estructuras reales de las clases y grupos étnicos han dependido de la creación de Estados modernos. Estos Estados son las unidades políticas claves de la economía-mundo, unidades que se han definido y que se hallan circunscritas por su localización en el sistema interestatal. Y este sistema ha servido de superestructura política cambiante de esa economía-mundo” (G. Arrighi, T. Hopkins e Immanuel Wallerstein, Movimientos antisistémicos, Ediciones Akal, 1999, p. 24).

Pese a todo, algunos pueblos originarios, pese a la amenaza de extinción, igualmente pudieron resistir en grados variables.

De este modo, se puede hipotetizar que, desde inicios del siglo XIX, en occidente o mejor en Latinoamérica, se advierte la existencia de una dialéctica objetivada en un proceso sistémico y en otro proceso paralelo anti-sistémico. Ambos de larga duración. En medio de esta tensión, se ha desarrollado y se desarrolla la historia de los pueblos latinoamericanos.

El proceso sistémico

El proceso sistémico se venía construyendo desde la llegada de los europeos a territorios americanos. Este fenómeno se explica debido a la mundialización del “sistema-mundo” capitalista, como ya quedó señalado, constituido a partir de Europa en el siglo XV y luego con el proceso de “descolonización” o de “independencias” a comienzos del siglo XIX, que confirmó a los nuevos Estados y mercados nacionales como periferias.

La necesidad de articular un proyecto de Estado nación, demandó el despliegue de estrategias de poder y control, y también requirió la creación de una identidad, la nación (Véase, Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo, Alianza editorial, Madrid, 2001). Solo en esta dimensión los pueblos originarios fueron integrados. Pero se trató de un fenómeno puramente discursivo e instrumental que operó principalmente, a través de:

i.- Una retórica patriotera;

ii.- Una visión “asimilacionista”, en función de la supuesta “unidad identitaria” construida desde la elite y basada en una “alteridad fóbica”.   La alteridad en los grupos humanos se genera como un proceso de construcción cultural en referencia a las diferencias con otros grupos; aunque igualmente puede llegar a ser un constructo pura y específicamente teórico. En todo caso, la alteridad existe por identidad, otra categoría, es probable, puramente teórica: en tanto me identifico con algunos, igualmente me diferencio de otros. Pero, la alteridad no siempre significa un conflicto irrenunciable. Habida cuenta las diferencias pueden generar “filias”, en tanto, aunque puede haber diferencias, resultan viables ciertos grados de acercamientos o de posibilidades de vínculos. Pero, por sobre todo, la alteridad puede generar “fobias”. Esto es, diferencias que desencadenan miedos y rechazos, especialmente frente a lo desconocido y,

iii.- En torno también a ideas racistas “eurocentristas”, que jugaban en contra de identidades, territorios y maneras de organizarse de los pueblos originarios, por lo que los diferentes Estados Latinoamericanos, al comenzar a construir su idea nacional, buscaron imponer su poder sobre unas poblaciones y unos territorios que consideraban propios o heredados.

No obstante, las mismas condiciones que permitieron la apertura y consolidación del “sistema mundo” y los propios Estados nacionales, también dieron paso a un proceso que resultó y resulta anti-sistémico (En la actualidad y desde un punto de vista de la historia social, este mismo fenómeno también es abordado, por ejemplo, por la teoría de la marginalidad o a partir de un enfoque cultural, desde la teoría “antihegemónica”. Se trata de construir la historia de un sujeto y un objeto de estudio, digamos, explotado, dominado, marginalizado y hegemonizado. Todo, más allá del discurso y la ciencia oficial).

Proceso antisistémico

En tanto que los Estados nacionales debieron crear identidades monoculturales y centralistas con un discurso integrador, la práctica política, en cambio, se tradujo en segregación, eliminación, destrucción y hegemonía sobre amplios sectores sociales.

Según sostienen Arrighi, Hopkins y Wallerstein, durante el siglo XIX surgen por lo menos dos tipos de movimientos antisistémicos diferenciados básicamente por el objeto o problema al que se enfrentaban:

i.- El “movimiento social”, definía el problema en la opresión de los patrones, la oligarquía o burguesía sobre los trabajadores, asalariados o proletariado y bogaban por desplazar el capitalismo por el socialismo.

ii.- El “movimiento nacional”, en cambio, definió “…la opresión como de la de un grupo etnonacional sobre otro. Los ideales podían materializarse concediendo al grupo oprimido igual estatus jurídico que el disfrutado por el grupo opresor mediante la creación de estructuras paralelas (y habitualmente independientes)” (Arrighi et Al., Id., p. 30).

Sin embargo, más allá de las imposiciones económicas, políticas, sociales y culturales desplegadas por el “sistema-mundo”, por el propio Estado nación y las elites involucradas, importantes grupos sociales y étnicos, no solo no fueron derrotados, ni integrados, ni asimilados y tampoco participaron en los movimientos sociales o nacionales.

La actual visualización de la identidad indígena, no se debe tanto a la crisis sistémica como al propio fortalecimiento de fenómenos antesistémicos de larga duración.

En consecuencia, en un verdadero proceso de rebelión, parte del mundo indígena pudo desplegar y todavía despliegan sus propias formas, tácticas y estrategias de resistencia. Tanto es así, que desde el punto de vista económico, hoy existen y se fortalecen comunidades que buscan sobrevivir sostenidas en prácticas anticapitalistas, políticamente re-afirman su calidad de naciones o por lo menos re-constituyen sus identidades y pugnan por su reconocimiento, socialmente se organizan por mantener su unidad y luchan contra la segregación, y culturalmente, impugnan el liberalismo que acompaña al “sistema mundo” capitalista, discutiendo sobre su propia cosmovisión, defendiendo su lengua, su cultura, escribiendo su historia, entre otros aspectos.

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