Actualmente vivimos en un proceso de mundialización creciente. La economía capitalista ha llegado casi a todos los rincones de la tierra. Asociado lo anterior, la globalización informa y socializa nuevos gustos. Y en materia culinaria, la mundialización, pero especialmente la globalización, han facilitado el acceso a nuevas formas de preparar los alimentos y al uso de nuevos y exóticos insumos.
Los efectos de los fenómenos de la mundialización y globalización no sólo se reflejan en la caída de las fronteras económicas. Las barreras culturales también son menos claras. Y en materia culinaria, aparece una internacionalización de los gustos, los sabores y olores. Esto último, en materia de alimentación, ha originado un proceso de transculturización de los pueblos.
Cualquiera se puede percatar que, aunque se viva al sur del mundo o en la periferia, no es difícil comer las hamburguesas y hot dog del norte o una aliñada comida china-cantonesa, mexicana o peruana, entre las más destacadas. Es evidente que está cambiando el origen territorial de los sabores.
La mundialización-globalización, además, no sólo se refleja en una homogeneización alimenticia en términos geográficos; también permite “elegir” lo que comemos dentro de una amplia variedad de posibilidades. Y de la mano de una preocupación de los gobiernos y de la propia población, también se observa un creciente acceso a información nutricional cada vez más sofisticada.
Pero como contrapartida, no está muy claro si esta tendencia se manifiesta también en el consumo de alimentos más sanos e innocuos. Digamos, aquéllos que aportan a nuestro cuerpo lo necesario para estar saludables. Todavía no se sabe hasta dónde pueden llegar los efectos de los alimentos transgénicos.
Y para otorgar mayor complejidad a todo, los efectos de la mundialización-globalización han generado en las poblaciones un proceso creciente de toma de conciencia y valoración de sus propios entornos e historias. Entre otros aspectos, esto se manifiesta en el deseo de rescatar el patrimonio y la identidad cultural de cada rincón del planeta, verificando lo que define y lo que diferencia a cada comunidad.
Así, el arte culinario más ancestral de nuestra región se encuentra retratado ni más ni menos en la cazuela. El charquicán con un toque de merken o de las costillas de chancho con chucrut y un toque de mazamorra de manzana o en el curanto de Chiloé. En el pebre o en la leche nevada. En la sopa de chicha. Y la propia chicha de manzana. En todas estas preparaciones se encuentra el más exquisito reservorio de olores, colores y texturas para nuestras mesas. Y sobre todo, allí también se encuentra parte importante de nuestra identidad cultural y de la diversidad étnica de la región sur austral. Por ello, a la gastronomía local debemos convertirla en patrimonio.
En San Juan de la Costa existe un interesante patrimonio gastronómico. La cazuela de vacuno se ha instalado como un patrimonio. Una variante de la cazuela de vacuno es la Cazuela de cordero con luche. Ambos platos podrían ser parte del proceso de asimilación cultural, aporte seguramente de la presencia esporádica de chilotes que migraban por todo el territorio en busca de trabajo, probablemente desde XVIII.
En cambio, la Cazuela de “cholgas” deshidratadas o ahumadas con hojas de repollo, podría ser un aporte local. Ni hablar de la amplia variedad de platos que se preparan con una alga llamada “cochayuyo” que puede ir desde una cazuela, empanadas y guisos.